En otros trabajos hemos definido a la jurisdicción como “la potestad que tienen los jueces para decir el derecho y resolver controversias jurídicas”; y, a la competencia, como la que tienen “jueces y diversas autoridades para conocer de un asunto jurídico”1
El trabajo de Ernest Sánchez Santiró trata de un tema ampliamente explorado dentro de la historiografía fiscal mexicana, la Real Hacienda de la Monarquía Hispánica en Nueva España, pero desde una perspectiva realmente novedosa, su jurisdicción fiscal. Esto último nos permite observar la puesta en práctica de una forma, otrora desapercibida, de gobernar a los ingresos provenientes del Nuevo Mundo, es decir, mediante una administración fiscal jurisdiccional. ¿Cómo fue esto posible?
La fuente de donde emanaba la jurisdicción en el Reino de Castilla y León era su monarca, quien la delegaba en múltiples funcionarios que la ejercían en su nombre, en muy distintas y variadas materias, sobre su inmenso territorio europeo y de ultramar. Al iniciarse la empresa de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, el Papa de Roma, Alejandro VI (1431-1503), invistió a los monarcas hispanos, Isabel de Castilla (1451-1504) y Fernando de Aragón (1452-1516), y a sus descendientes, como señores de las nuevas tierras descubiertas y por descubrir, otorgándoles “plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción” sobre ellas2
Dividido en nueve capítulos, el texto aquí reseñado nos muestra que una de las principales preocupaciones del monarca castellano fue la implementación de instituciones fiscales que le permitieran extraer los recursos pecuniarios para hacer frente a sus obligaciones tanto en Nueva España como en la península, pero sin menoscabar los procedimientos jurídicos que Su Católica Majestad garantizaba a sus súbditos. De ahí la preocupación por otorgarles desde un primer momento jurisdicción fiscal a sus funcionarios de Hacienda. Oficiales reales era el nombramiento con el que se les conoció durante siglos y que aseguraba, en un solo funcionario, la ejecución de una actividad administrativa —de recaudación de los ingresos— pero al mismo tiempo de jurisdicción fiscal para resolver por sí mismo los conflictos derivados del pago de estos.
Lo anterior, en un estado de derecho contemporáneo, acostumbrado a la división de funciones sonaría a herejía, pues precisamente en nuestros tiempos cada poder —Legislativo, Ejecutivo y Judicial— desempeña una función particular y, en la mayoría de los sistemas jurídicos actuales, cualquier intromisión de uno en las tareas del otro es desaconsejable y objeto de sanciones. No obstante, en un mundo jurisdiccional como el de la Monarquía Católica, lo anterior no solo era una característica ajena a ella, sino que representaba el común denominador en el ejercicio de sus funciones. Desde 1521 hasta 1821 funcionó un erario regio, eclesiástico y municipal cuyo fundamento de validez era el rey castellano, sujeto a las leyes del reino, en el más amplio sentido del término4
Esto fue así debido a que, desde sus inicios, el erario regio indiano se diseñó a imagen y semejanza del castellano, de ahí las figuras fiscales traídas desde la península. Existen numerosos trabajos que hablan de dichas instituciones, pero pocos como el de Sánchez Santiró se han detenido a analizar la iurisdictio, elemento sin el cual no puede entenderse de manera eficaz rama alguna del derecho. Pues, a la par de lo sustantivo existe lo procesal, elemento que explica la forma en que las instituciones jurídicas se aplican en un tiempo y espacio determinados. En el caso fiscal, fue la Casa de Contratación de las Indias (1503-1552), con ayuda de sus jueces, en donde se comenzaron a poner en práctica, mediante su reglamentación, una serie de instituciones tributarias que debían ser aplicadas en el Nuevo Mundo, para obtener de él, por la vía institucional, los recursos pecuniarios para mantener en pie a la Monarquía.
Sin embargo, si la Casa de Contratación de las Indias era una institución eminentemente administrativa, ¿Por qué se dice que tenía jueces? (capítulo 1). Este es el meollo de todo el texto de Sánchez Santiró, pues la idea del ejercicio de la función jurisdiccional únicamente en los tribunales competentes es más una concepción decimonónica que una realidad del momento. Así, es posible observar la función jurisdiccional de los oficiales reales de hacienda o de los contadores de rentas en Nueva España, como bien se advierte en el capítulo 2. De hecho, se trata de una jurisdicción especial de la que dependen y en la que resuelven diversas autoridades que tienen la característica de ser jueces, aunque su nombramiento no lo señale expresamente, su actividad jurisdiccional así lo confirma. ¿Por qué?
Es la especialidad de la materia fiscal la que hizo necesaria la conformación de su parte jurisdiccional, aunque no de forma exclusiva sí de manera apremiante, debido a los gastos de la Monarquía Católica. De esto dan cuenta los capítulos 3 y 4, pues el virrey de Nueva España no solo tenía la tarea de gobernar y administrar dicho territorio, y los sujetos a este, sino que poco a poco se le fue dotando de las facultades fiscales que lo convirtieron en un “virrey superintendente”, a cuya jurisdicción se sometieron diversas rentas. De esta forma, la superintendencia general de Real Hacienda tuvo que volverse eficiente para sostener el pago de los conflictos europeos propios de las primeras tres décadas del siglo XVIII, como la Guerra de Sucesión Española, por poner un ejemplo.
En el capítulo 5, Ernest Sánchez Santiró nos explica los cambios en la Real Hacienda durante la segunda mitad del siglo XVIII, que poco a poco fueron dando nuevas instituciones, direcciones y administradores. En el capítulo 6, el autor nos muestra cómo la creación de la Dirección General del estanco del tabaco (1764-1768); la Dirección General del estanco de naipes (1765-1768); la Dirección General de la renta de la pólvora (1766-1767); la Administración de rentas y de derechos de Veracruz (1767); la Dirección de la Real Lotería (1770-1779); y la Dirección General de alcabalas y pulques (1776-1781), fueron el punto de llegada de una serie de reformas que intentaron por al día y a la vanguardia a un erario regio que parecía haber llegado a su límite.
Diversos proyectos y debates en torno a una reforma fiscal imperial tuvieron lugar desde 1765 hasta 1782, como se afirma en el capítulo 7, sobre todo cuando se comenzó con la labor de poner orden al Imperio español mediante el proyecto de intendentes de provincia y las medidas tomadas como consecuencia de la visita que José de Gálvez (1720-1787) llevó a cabo a Nueva España en la segunda mitad del siglo XVIII. ¿Cuál fue el impacto de dicho rediseño institucional?
La Ordenanza de Intendentes de 1786 puso en evidencia que la riqueza del territorio novohispano no estaba ni por asomo por terminarse, más bien era el régimen político peninsular el incapaz de aprovecharse de ella (capítulo 8). Una “modernización conservadora”, como le ha llamado Sánchez Santiró en otros textos, vino a instaurar un nuevo orden de gobierno del Erario regio5
La primera década del siglo XIX no solo representó una oportunidad más para continuar la transformación de la administración fiscal del erario novohispano, sino también para aplicar nuevas disposiciones sobre la materia, como la ordenanza general de intendentes y subdelegados de 1803. Sin embargo, la crisis transatlántica de la monarquía española, acaecida en 1808, puso en jaque a todo el sistema virreinal, pues al quedarse sin fundamento de validez del orden jurídico, y jurídico-tributario, es decir el Rey, el hispanus fiscus se quedó acéfalo, sin rumbo fijo.
El proceso de autonomismo americano no solo fue la antesala del constitucionalismo gaditano de 1812, y mexicano de 1814, sino que marcó la crisis del erario de Nueva España y, posteriormente, su colapso. A esta etapa de “imperiosa necesidad”, Ernest Sánchez Santiró la ha enmarcado dentro de la Guerra Civil Novohispana (1808-1821), que efectivamente fue “larga, dura y sangrienta”, provocando transformaciones, y continuidades, a las que habría de hacer frente un nuevo ente político denominado México6
El libro de Ernest Sánchez Santiró nos muestra de forma erudita y precisa, pero al mismo tiempo clara y amena, dicho tránsito. Sin embargo, tanto conocimiento no puede ser producto de una inspiración meramente cliométrica, sino de años de trabajo. Con un grupo de investigadores iberoamericanos7
El lector se habrá dado cuenta, con los textos citados de nuestro autor a lo largo de esta reseña, que se ha recorrido un largo camino para llegar a este resultado bibliográfico de dimensiones mundiales que descansa, además, en el trabajo, lectura y participación en diversos foros y seminarios, de múltiples investigadores, alumnos y amigos que le han dado ya respuesta, por medio del proceso jurisdiccional, a una parte de la problemática fiscal novohispana. ¿Estamos acaso en la antesala de poder comenzar a escribir la historia general de la fiscalidad en Nueva España y México? Al menos la parte más cuantiosa, en términos temporales, con la obra de Ernest Sánchez Santiró, ya ha dado un salto enorme que nos permite afirmar dicha posibilidad.