INTRODUCCIÓN
⌅¿Qué nos importa que una parte de nuestra comunidad espiritual, de nuestra raza espiritual, se separe políticamente de nosotros si siguen pensando (…) con nuestra misma sangre espiritual, con nuestro mismo lenguaje?1
En 1932, Miguel de Unamuno reflexionaba sobre la “Fiesta de la Raza” y utilizaba la pregunta retórica que precede a estas líneas para argumentar que, a pesar de las independencias decimonónicas, España seguía vinculada a sus antiguas colonias gracias al uso de una lengua común. Las palabras del escritor bilbaíno entroncaban con discursos públicos coetáneos que empleaban el idioma, la historia u otros aspectos compartidos por españoles y latinoamericanos para justificar la existencia de una comunidad identitaria supranacional: la “Hispanidad”2
De ahí que, como aquí se estudia, el hispanoamericanismo proyectado oficialmente desde la antigua metrópoli a principios de la pasada centuria basculara, no sin dificultades, entre el anhelo regeneracionista y la añoranza imperial, en función del régimen político del momento. Este marco de referencia nutrió la propaganda del libro español en Latinoamérica durante el periodo de entreguerras; un tiempo complejo y cambiante no exento de continuidades tanto en los objetivos de la política exterior del Estado —devolver al país una posición internacional prominente— como en las problemáticas y prácticas editoriales. Porque, más allá de planes diplomáticos e infraestructuras institucionales, este trabajo también pretende visibilizar la influencia que editores y empresarios culturales españoles ejercieron en la dinamización de las relaciones de España con aquellas naciones. Sin duda, esta fue una vertiente importante del “hispanismo pragmático”, basado en los intercambios comerciales, que sufrió los avatares propios de la contracción económica desatada tras 19296
El libro español, en tanto que vehículo de expresión de una lengua común a los países hispanohablantes y baluarte del pretendido liderazgo “espiritual” de España, fue articulándose como una valiosa herramienta para la diplomacia española de la época. A principios del siglo XX y, sobre todo, al estallar la Gran Guerra, los propios editores y libreros españoles fueron subrayando este valor7
Si bien diversas investigaciones ya han abordado tanto la posición comercial de España ante el mercado editorial latinoamericano en los albores del siglo XX como el papel de los editores españoles en el proceso de modernización de la industria en esas repúblicas9
El estudio de esta temática implica necesariamente atender, en primer lugar, a las condiciones de producción y circulación de las publicaciones españolas a principios del siglo XX, así como a las problemáticas propias del mundo editorial en ese momento. Por eso, en la primera parte se examinan artículos de prensa e informes relativos al sector para analizar los condicionantes históricos que hicieron del fomento del libro español en territorio latinoamericano una cuestión de interés nacional. Después, partiendo de documentación del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, se reconstruye la labor que la Junta de Relaciones Culturales (JRC) realizó para promover obras españolas al otro lado del Atlántico entre 1926 y 1936. Así, pretendemos demostrar que esa tarea fue parte de una estrategia diplomática más amplia que aspiraba a mejorar la posición internacional del país mediante la reafirmación de su hegemonía cultural en el mundo hispanohablante. La forma de implementar estos planes varió con el cambio de régimen en 1931, pero, como veremos, el libro continuó siendo un recurso fundamental para que España desarrollara sus relaciones con dichas repúblicas.
DE PROBLEMA COMERCIAL A HERRAMIENTA DE POLÍTICA EXTERIOR
⌅Con el libro va la bandera, y en pos de él toda la influencia que, en orden a la civilización y a la historia, puede y debe ambicionar una nación como España (…). No olvidemos que, después de la liquidación de nuestro imperio colonial, rotos todos los vínculos de dependencia política que unían América a nuestra Península, solo nos queda, como nexo de unidad, la comunidad idiomática y como vehículo real de ella, nuestro libro13
Gustavo Gili Roig escribía estas palabras en su informe para el Tercer Congreso Sindical de Artes Gráficas que se celebró en Madrid en 1944. Ahí, el vetusto editor volvía sobre los problemas que acuciaban a la industria española del libro y a su proyección en América Latina desde antes de la Gran Guerra. De hecho y durante ese conflicto bélico, él mismo había anticipado estos asuntos en un proyecto asociativo que presentó a la Conferencia de Editores y Amigos del Libro (Barcelona, 1917)14
No en vano, a la piratería editorial en el continente americano —donde el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas (1886) no tenía efecto17
Si bien los intereses económicos estuvieron detrás de la proyección editorial española hacia Hispanoamérica de principios de siglo XX, esta también se nutrió del impulso que el movimiento regeneracionista dio al surgimiento de una incipiente diplomacia científica que, entre otras cosas, aspiraba a robustecer las relaciones intelectuales de España con sus antiguas colonias21
Trocado el egoísmo por el altruismo y basada la industria española del libro en un razonamiento puramente étnico, este nos basta para que nos sea lícito afirmar que más de ochenta millones de seres que hablan el idioma español desde la cuna a la tumba no han de consentir que se postergue ni mengüe con la competencia extraña lo que por derecho indiscutible nos corresponde y debemos conservar a toda costa22
Desde un punto de vista comercial, la defensa de estos derechos, tanto de editores como de autores, estuvo entre las motivaciones que llevaron a la creación de las primeras sociedades corporativas del sector en España, tales como el Centro de la Propiedad Intelectual de Barcelona (1900) y la Asociación de la Librería de España radicada en Madrid (1901). Estos organismos trataban de fomentar la publicación y difusión del libro español en el país, pero también en otras naciones hispanohablantes. De hecho, miembros destacados del segundo organismo, tales como Julián Martínez Reus y Ángel San Martín, presentaron en la Segunda Asamblea Nacional de Editores y Libreros (Valencia, 1911) el “Proyecto de expansión comercial del libro en las repúblicas hispanoamericanas”, cuyos efímeros frutos serían la Sociedad Editorial Hispanoamericana (1911) y el Centro de Expedición de la Librería Española (1912)23
Todavía habría que esperar para ver hecha realidad, al menos en parte, esa vinculación entre los poderes públicos y las problemáticas de la industria. No sería hasta 1922 cuando se oficializaron tanto la Cámara del Libro de Barcelona como la de Madrid. Ambas ejercieron como cuerpos consultivos de diversas instituciones estatales como el Comité Oficial del Libro (1920) o la Oficina de Relaciones Culturales Españolas (ORCE, 1921). Este último organismo fue creado en el Ministerio de Estado “con carácter provisional y a título de ensayo” para orientar “la difusión del idioma castellano y la defensa y expansión de la cultura española en el extranjero”27
Los problemas eran los mismos, pero la situación estaba cambiando. En sus Notas sobre el comercio del libro español en América en general y en la República Argentina en particular, presentadas en el Primer Congreso Nacional del Comercio Español en Ultramar (marzo-abril 1923), el librero de Buenos Aires Juan Roldán y Ocáriz reiteraba entonces los consabidos defectos por los que las publicaciones españolas no habían alcanzado la repercusión esperada: “Nuestro libro continuaba siendo el librote pesado y de transporte caro. La presentación siempre la misma con su eterna encuadernación de pasta española. Nada de novedades ni de atractivos”30
En la misma línea se expresaba el librero madrileño Luis Romo, quien, en 1925 y desde las páginas del órgano de expresión de las Cámaras Oficiales del Libro, Bibliografía General Española e Hispanoamericana, defendía que el libro era “el más perfecto introductor de la actividad intelectual de un pueblo”, con cuya lectura en América y en el resto del mundo, “se conocería más a España, a la España que trabaja y que estudia”, eliminando esa “leyenda de la España de pandereta”32
Fuentes: las cifras provienen de la Dirección General de Aduanas 1926Dirección General de Aduanas. 1926. Estadística del comercio exterior de España: año 1925, Madrid: Consejo de la Economía Nacional.. Sin embargo, Calvo Sotelo 1926aCalvo Sotelo, Leopoldo. 1926a. “Orientaciones convenientes a la Cámara del Libro y medios para desarrollar la expansión del Libro español (I)”. Boletín de las Cámaras Oficiales del Libro de Madrid y Barcelona 1 (11): 82-88., 82-88, especialmente 85-86 dice: “Estos datos (…) sólo dan el total de libros exportados mediante conocimiento de embarque, y prescinden de los paquetes por envío postal (…). El mayor volumen de exportación corresponde a los envíos postales, y eso no lo recoge la estadística de Aduanas”. Los sumatorios finales de la tabla son nuestros y, aunque están basados en los datos aportados por Calvo Sotelo, ofrecen cifras aproximadas que solo son orientativas.
Sin embargo, Calvo Sotelo destacaba también los factores culturales que seguían haciendo de Francia una potencia de prestigio intelectual y político en América Latina, a pesar de carecer de una emigración apreciable, uno de los baluartes con los que, en cambio, sí contaban tanto Italia como España. En su estudio, tampoco descuidaba los elementos geográficos y principalmente económicos que hacían de Estados Unidos el competidor más poderoso en la región33
Precisamente para mejorar la imagen de España en América Latina y en el resto del mundo, se había creado la citada Oficina de Relaciones Culturales Españolas en el seno del Ministerio de Estado. Américo Castro fue el ideólogo de este organismo, que, entre otras cosas, pretendía contrapesar el influjo cultural que otras potencias ejercían sobre las repúblicas hispanoamericanas35
A todo ello se dedican las próximas páginas, que estudian la acción de la JRC para promocionar el libro español en América Latina. Así, se presta atención a una primera etapa (1926-1930) en la que estuvo dirigida por el duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart, quien también presidía la Unión Iberoamericana, una asociación fundada en 1885 que actuó como “portavoz de los intereses económicos y de los deseos de expansión comercial de las burguesías españolas hacia el «mercado natural» americano”37
EL LIBRO ESPAÑOL Y LA CONQUISTA “ESPIRITUAL” DE AMÉRICA
⌅La Junta de Relaciones Culturales fue la primera infraestructura diplomática sólida con la que España contó para tratar de aumentar su influencia en el extranjero mediante recursos de poder blando como la lengua. Esta organización venía a reemplazar a la mencionada ORCE, que careció de presupuesto propio, y a complementar la actividad de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), con la que se solapó en algunos asuntos. De esta forma, se seguía la estela de otras naciones que habían empezado a preocuparse por “fomentar en los diversos órdenes de la actividad humana su vida exterior”. Ahora bien, la creación de esta institución también respondía a particularidades propias, pues surgió cuando Primo de Rivera activó el proceso para retirar al país de la Sociedad de Naciones, después de que se le negara un sillón permanente en su Consejo. Más aún, existía la percepción de que España estaba perdiendo terreno en América Latina, donde las potencias europeas y los Estados Unidos tenían cada vez mayor presencia comercial e influjo político. Para la diplomacia de la dictadura era fundamental recuperar la posición hegemónica en la zona. Por eso y ante la ausencia de un imperio material, se aspiraba a formar uno “espiritual” que estuviera basado en el liderazgo cultural de la antigua metrópoli39
Para cumplir con este ambicioso plan, la JRC tenía varias funciones asignadas. Una de ellas era “la difusión del idioma español y, como vehículos suyos, del libro, de la revista y del periódico español en el extranjero” para contribuir a “su conservación y fijeza en los pueblos de lengua española”40
En esta hoja de ruta, el aspecto comercial quedó supeditado a una estrategia claramente política y con tintes imperialistas. En vez de ayudar a editores españoles a exportar obras, se usaba el libro como una fuente de promoción de España en el extranjero. No obstante, la JRC adoptó una postura pasiva en estos planes, ya que, si bien se mostró abierta a recibir y valorar solicitudes que contribuyeran a sus fines, solo en contadas ocasiones, sus miembros plantearon iniciativas concretas para el envío o edición de publicaciones. En otras palabras, más que embarcarse en proyectos propios, su labor era decidir qué se subvencionaba, seleccionando las mejores propuestas entre las numerosas y variadas peticiones que recibieron.
Además, y aunque trataron de complementarla de manera indirecta, la inversión económica en estas actuaciones fue bastante escasa. Al principio, la JRC reservó anualmente una pequeña cantidad, 20.000 pesetas, para la difusión del libro español, lo cual apenas representaba un 4 % de su presupuesto total por ejercicio fiscal, 500.000 pesetas. Eso sí, también subvencionó organizaciones —la Unión Iberoamericana— y actividades —viajes de escritores— que debían contribuir en alguna medida a este mismo fin42
Los limitados fondos, la lengua común, los nutridos grupos de expatriados españoles y la vocación imperialista del régimen llevaron a la JRC a centrarse en los países latinoamericanos. Esta predilección geográfica fue evidente en la temática de los libros publicados con ayuda de dicha institución. Y es que uno de sus principales objetivos fue contrarrestar las críticas que, desde esas repúblicas y otras naciones, se vertían contra el pasado colonial español. De ahí que trataran de editar obras históricas sobre los pueblos precolombinos y la conquista del continente. En varias ocasiones, esto se realizó a través de otros organismos. Ya en 1927, por ejemplo, se aprobó una subvención de 25.000 pesetas para que la Sociedad de Historia Hispano-Americana de Madrid continuara “publicando documentos inéditos españoles” de época colonial. Esta asociación promovía una colección que, bajo el título Biblioteca de Historia Hispano-Americana, había lanzado voluminosos estudios y compilaciones de materiales archivísticos sobre temas relativos a los pueblos americanos bajo el dominio español43
En alguna ocasión, la JRC tomó la iniciativa y contactó a autores para reeditar obras de historia colonial que se ajustaban a sus fines. Sin embargo, estos proyectos no siempre llegaron a buen puerto. Un ejemplo de ello se dio a la altura de 1929, cuando representantes de dicha institución establecieron conversaciones con el historiador de origen español Carlos Bosque para hacer una edición de sus trabajos sobre “historia de América y de la colonización argentina" y darle “amplia difusión” en las repúblicas hispanoamericanas. Todo parece indicar que, a pesar de la buena disposición este escritor y de las gestiones realizadas con la editorial Espasa-Calpe, la publicación nunca acabó concretándose44
No todo fueron fracasos. La JRC alcanzó un gran éxito con la edición facsímil del Códice Tro-Cortesiano, el libro maya más antiguo y extenso que existe. Este texto se conservaba en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y, en 1930, la JRC decidió publicar una reproducción que incluía introducciones críticas en español, inglés, francés y alemán. A pesar de que la tirada inicial solo era de 300 copias, la obra fue muy bien acogida por investigadores de diferentes nacionalidades. Las crónicas de la época señalaban que una parte importante del XXIV Congreso Internacional de Arqueología e Historia de América, celebrado en Hamburgo en 1930, se dedicó a comentar esta publicación. De ahí que los congresistas acordaran enviar un telegrama de felicitación y agradecimiento al presidente de la JRC por la edición del citado códice45
La aparición de este tipo de textos ocurrió en un momento clave de la “ofensiva hispanista” del régimen46
Conviene detenerse en este catálogo, ya que difundió “la imagen de España que los dirigentes de la época quisieron mostrar" en el extranjero48
Durante aquel evento, también se prestó atención a la situación comercial del libro español al otro lado del Atlántico. Este tema se abordó en el II Congreso Nacional del Comercio Español en Ultramar, celebrado en Sevilla en junio de 1929. En una de sus sesiones, varios participantes plantearon la conveniencia de que España alcanzara “tratados de propiedad intelectual con las Repúblicas hispanoamericanas” para remediar los “daños” que las editoriales españolas sufrían en algunas de ellas. Al parecer, sus publicaciones eran censuradas en naciones latinoamericanas por razones morales o de otro tipo. Según se afirmaba, con cierta exageración, en la revista madrileña Gran Vida, Puerto Rico había llegado a tildar “injustamente de pornográficos o eróticos a todos los libros españoles”. De ahí que las conclusiones del congreso solicitaran al Gobierno de Primo de Rivera que implementara medidas de promoción, tales como la organización de exposiciones del libro español, la creación de una marca de garantía o el establecimiento de envíos postales contra reembolso50
Los problemas comerciales persistían y la dictadura mostraba poco interés en apoyar a editores y libreros españoles para mejorar su situación en América Latina. Por un lado, la JRC estaba exclusivamente centrada en la vertiente política. Por el otro, las instituciones mercantiles de España en el extranjero tenían escasos fondos económicos y bibliográficos para contribuir a la promoción, exportación y distribución. Por eso, cuando estos últimos organismos recibían auxilio estatal para difundir el libro español, sus acciones eran limitadas y respondían a fines diplomáticos. En 1929, por ejemplo, se subvencionó a la Cámara Oficial de Comercio Española en México para crear una biblioteca pública “destinada a que los estudiantes y lectores mexicanos” encontraran en ella “todo lo que el espíritu español” generara51
Quedaba mucho por hacer en el aspecto comercial, pero también en el político porque algunos proyectos no se concretaban. Quizás, el ejemplo más claro de estas acciones inacabadas fue la anhelada Exhibición del Libro Español en Buenos Aires. Desde mediados de la década de 1920, asociaciones de migrantes españoles, editores, libreros y otros colectivos estaban promoviendo este evento, que, ante la falta de un decidido apoyo institucional, no se hacía realidad. Ya en 1928, el incipiente comité organizador planteó la idea a la JRC, solicitando 25.000 pesetas para su realización. Los miembros de este organismo no rechazaron la propuesta, pero pidieron más datos sobre “presupuestos de gastos e ingresos, cuota exigida a los expositores, extensión y constitución del Comité y fines que se persigue”53
Y es que, durante la dictadura, la labor de la JRC para internacionalizar el libro español se centró casi exclusivamente en publicar monográficos sobre historia colonial y en remitir lotes de obras al extranjero. Latinoamérica fue un destino recurrente de estos envíos, que solían responder a peticiones previas de asociaciones de migrantes españoles e instituciones de otro tipo, sin seguir ninguna planificación, ni distribución sistemática. A finales de 1930, por ejemplo, se mandó una colección de obras al Casino Español de la ciudad de Asunción, tras una solicitud aislada54
La JRC tuvo una actividad modesta durante estos primeros años, en los que las complicaciones propias de los inicios de todo proyecto, la falta de suficientes fondos y la inestabilidad política que el régimen dictatorial experimentó no ayudaron a alcanzar grandes éxitos. A partir de 1931, esto cambió con la proclamación de la II República española, la cual no solo proporcionó un presupuesto más holgado y una estructura más profesionalizada a su diplomacia cultural, sino que también reorientó ideológicamente su política exterior. Como veremos, la acción española en América Latina dejó de perseguir una hegemonía de corte imperialista para buscar una colaboración menos jerárquica. Esta aproximación tuvo mejor acogida en los países latinoamericanos y, con limitaciones, trató de solucionar algunos de los problemas comerciales que editores y libreros españoles afrontaban en la región.
EL LIBRO COMO MEDIO DE COOPERACIÓN FRATERNAL
⌅Una de las decisiones iniciales del primer Gobierno provisional de la II República (abril-octubre 1931) fue la reorganización la Junta de Relaciones Culturales para hacerla más eficiente y adaptar sus fines al nuevo régimen. A pesar de estos cambios, la “difusión del libro y el idioma españoles en el extranjero” continuó siendo una de las principales tareas del organismo. Eso sí, se definieron actuaciones concretas para ello, tales como las “exposiciones periódicas del libro español" o el “envío de obras españolas a los Centros culturales en el extranjero”55
Durante la época republicana (1931-1936), la JRC tomó una actitud más proactiva en la promoción de publicaciones españolas en otros países. Si bien sus miembros siguieron considerando solicitudes que llegaban desde diferentes puntos del mundo, comenzaron a diseñar una estrategia que incluía iniciativas propias como la creación de una red de bibliotecas en el extranjero. Todo ello se realizó con una inversión económica mayor, ya que el presupuesto total de la corporación aumentó hasta casi el millón de pesetas anuales. Esta cierta holgura financiera permitió diversificar las actuaciones de la institución y potenciar aquellas encaminadas a fomentar la difusión del libro español. Aunque no se prestó tanta atención a la edición como en el periodo anterior, se continuó enviando lotes de obras y, como veremos, se colaboró con entidades e iniciativas que surgieron para ayudar a libreros y editores en el ámbito comercial. Latinoamérica fue una vez más el objetivo prioritario de estos planes de la JRC, que, a pesar de los vaivenes gubernamentales, trató de acomodar su acción a una visión más colaborativa de la relación de España con sus antiguas colonias.
La JRC gastó 10.000 pesetas anuales en remitir “lotes de libros españoles” a instituciones educativas y sociedades culturales que lo solicitaran y fueran de “confianza". Los peticionarios solían ser centros de enseñanza donde se impartían clases de español (la Universidad de Friburgo) y organizaciones de expatriados (la Casa de España en Bruselas). Entre 1931 y 1933, según datos de la JRC, se enviaron 2.614 volúmenes a un total de 31 países, de los cuales nueve eran latinoamericanos: Argentina, Brasil, Costa Rica, Cuba, Chile, México, Paraguay, Perú y El Salvador. Al igual que pasaba en términos generales, las solicitudes que venían del otro lado del Atlántico pertenecían a establecimientos docentes (el Colegio Americano en Río de Janeiro), socioculturales (la Sección “Cultura Femenina” de Paraguay) y de migrantes españoles (el Centro Español de Valparaíso). Alguna de estas partidas de libros tuvo una finalidad social, como la que fue destinada a la biblioteca de la cárcel de mujeres de La Habana en Cuba56
A partir de 1934, estos envíos empezaron a compaginarse con el gran proyecto de la JRC para la difusión del libro: la fundación de una red de “bibliotecas españolas en Hispanoamérica”. Un año antes, habían arrancado los trabajos para llevar a cabo esta iniciativa, que aspiraba a “lograr un mayor acercamiento espiritual” entre España y “los países unidos a ella por el idioma y por la tradición histórica”. No se trataba de ofrecer novedades bibliográficas, sino de poner a disposición de intelectuales y lectores latinoamericanos “un conjunto sistemático” de obras españolas a las que pudieran acceder fácilmente. Las limitaciones presupuestarias hacían que las colecciones enviadas fueran entendidas como un “punto de arranque” de las bibliotecas, las cuales, en el futuro, tendrían que ser ampliadas por el Gobierno español o las naciones receptoras. Según el público al que iban dirigidas, estas eran de dos tipos: las de “cultura superior”, pensadas para conformar salas específicas sobre España en las bibliotecas nacionales de las repúblicas latinoamericanas, y las “populares”, que debían instalarse en instituciones españolas que ya funcionaban en la región. Las primeras eran las más importantes. Estaban formadas por más de 1.000 volúmenes cada una y fueron remitidas a Bogotá, Buenos Aires, Lima, Río de Janeiro, Santiago de Chile, San José de Costa Rica y, aunque no pertenecía a América, a Manila58
Algunas de estas colecciones de “cultura superior” llegaron a su destino y conformaron salas específicas en las bibliotecas nacionales de los respectivos países. Ese fue el caso de la de Colombia. En su antigua sede, el edificio histórico de la Casa de las Aulas (hoy, Museo de Arte Colonial), se habilitó un espacio para el fondo de 1.268 volúmenes remitido desde Madrid. Además de obras de autores clásicos españoles (Cervantes, Fernando de Rojas, Lope de Vega, Santa Teresa y otros muchos), el envío recibido en Bogotá también incluyó libros de escritores contemporáneos como Unamuno y Ortega y Gasset. La selección bibliográfica iba más allá de trabajos literarios, abarcando un gran número de disciplinas académicas, desde la historia y el derecho hasta la física y la biología. También se mandaron revistas especializadas en filología, pedagogía y otras ramas del saber. Para dejar constancia imperecedera de la donación, se estampó el exlibris de la JRC en estas publicaciones, que quedaron registradas en un catálogo propio. En 1938, bajo la dirección de Daniel Samper Ortega, la Biblioteca Nacional de Colombia inauguró el edificio en el que hoy está emplazada. Los actos de celebración por el cambio de sede motivaron la organización de una exposición internacional del libro. Este evento contó con una “Sala Española” que mostraba parte del mencionado lote. En la actualidad, la Biblioteca Nacional de Colombia conserva este fondo y ha digitalizado alguno de los ejemplares59
Sin embargo, no todas estas bibliotecas tuvieron la misma suerte. Un ejemplo fue la enviada a Lima, la cual llevó el nombre del antiguo alcalde de la ciudad, Luis Albizuri Ejalde. Este político y empresario de origen español había fallecido en 1933, dejando consignada una pequeña cantidad económica en su testamento para financiar la fundación de una biblioteca de autores españoles y de extranjeros que hubieran escrito sobre España. Tras su fallecimiento, sus familiares y los representantes diplomáticos españoles —en especial, Antonio Pinilla Rambaud— comenzaron a juntar los cerca de 7.000 volúmenes que el fondo bibliográfico iba a tener. La JRC aprovechó la iniciativa e incorporó el proyecto a su red de bibliotecas hispanoamericanas. Así, remitió un importante lote para conformar “una colección casi completa de los autores españoles más notables, clásicos y modernos”. Aunque la Biblioteca Española “Luis Albizuri” fue inaugurada oficialmente en 1935, varios datos sugieren que nunca funcionó a pleno rendimiento. De hecho, esta debía ser instalada en el edificio Hidalgo, en el centro de Lima, pero todo apunta a que nunca salió del consulado de España, donde, tras la Guerra Civil española, quedó abandonada60
La selección de las capitales a las que se enviaron estas colecciones de “alta cultura” pareció responder al prestigio que esas urbes tenían como centros culturales. Así, el hecho de que San José de Costa Rica fuera la única ciudad centroamericana en la lista de receptores seguramente tuvo que ver con la importancia que adquirió su Biblioteca Nacional, que, a mediados de la década de 1930, era la que custodiaba un mayor número de volúmenes, tenía más lectores y disponía de más empleados de todas las instituciones análogas sitas en Centroamérica61
Por su parte, las llamadas “bibliotecas populares” tenían un “carácter más bien literario” y estaban conformadas por 500 volúmenes aproximadamente. Al ser pensadas para centros españoles localizados en las principales ciudades de América Latina, debían instalarse en las salas de lectura que estos establecimientos tuvieran y, además, ser de acceso gratuito. A lo largo de 1934, la mayoría de ellas fueron enviadas a las Cámaras de Comercio Españolas de algunas capitales latinoamericanas: México D.F., La Habana, San Salvador, Guatemala y Caracas. Asimismo, Casas de España (La Paz y Santo Domingo), Sociedades Españolas de Beneficencia (Panamá y Asunción) e incluso salas de bibliotecas municipales (Quito) o nacionales (Montevideo) recibieron estas colecciones, que habían sido seleccionadas por un grupo de académicos españoles. A la altura de 1935, se planteó remitir un lote a Puerto Rico y, yendo más allá de la región, otros dos a lugares que, como París y Argel, acogían a muchos migrantes hispanohablantes63
Aparte de estas acciones, la JRC colaboró con algunos proyectos que el Estado español puso en marcha para promocionar las publicaciones patrias en el mundo. Uno de los más celebrados fue la mencionada Exposición del Libro Español en Buenos Aires, que, tras varias demoras, se inauguró finalmente en julio de 1933. Como hemos visto, se habían realizado esfuerzos infructuosos para impulsar esta muestra en la década de 1920. Sin embargo, fue durante la II República cuando el Gobierno de España asumió decididamente la organización del evento. Aunque la comisión encargada de los preparativos incluía a miembros de la JRC y de otras entidades públicas y privadas, la dirección fue asumida por el Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio que dirigía Marcelino Domingo. Este hecho causó algunas críticas en la prensa española, que atribuía la intervención de esta cartera ministerial al “profundo y enorme desconcierto” de la diplomacia cultural del país64
Este dualismo entre cultura y comercio también caracterizó a otros proyectos que, con la colaboración de la JRC, se impulsaron para promover las publicaciones del país en América Latina. En abril de 1935, por ejemplo, el Gobierno republicano de Alejandro Lerroux creó el Instituto del Libro Español dentro del Ministerio de Instrucción Pública de España. El nuevo centro debía contribuir a la “expansión exterior” de obras españolas a través de delegaciones en otros países —sobre todo, en naciones hispanohablantes— y de la organización periódica de “ferias y exposiciones” en el extranjero. También tenía que ocuparse de “intensificar el mercado interior”, atendiendo tanto a la vertiente cultural como a la comercial de la actividad editorial. En el seno del Instituto había representantes de entes públicos —miembros de la JRC— y privados —editores, exportadores, etcétera. Esta fundación ponía el foco en el aspecto mercantil, que tanto habían descuidado gobernantes anteriores, pero mantenía una clara dimensión política, que, empero, respondía a la reformulación que el Gobierno español estaba realizando de su política cultural en América Latina. Esto último quedaba claro en el preámbulo del decreto que creaba el ente:
De ningún modo ha de enfocarse la obra de la producción y difusión del libro español como una Empresa imperialista, con detrimento de los intereses de los demás países hispánicos, sino como obra que debe realizarse por medio de la cooperación de todos los países de lengua española, para lograr la comunicación y difusión del libro español. Esta ha de ser la más clara expresión de nuestra unidad idiomática y cultural. La cultura de lengua española debe presentarse unida ante el mundo para lograr la altura a que tiene derecho, y de esta unión todos los países que la forman saldrán beneficiados66
La idea seguía siendo la misma: unidad a través de la lengua. Eso sí, el espíritu que guio a este nuevo organismo y a la JRC en aquella época apostaba por la “cooperación” con los países hispanohablantes más que por la reconquista cultural que Primo de Rivera había defendido. La creación del Instituto del Libro Español representaba un cambio de rumbo, ya que aspiraba a responder a las reclamaciones comerciales de libreros y editores que la diplomacia cultural del país había desatendido. Sin duda, sus acciones no estuvieron exentas de tensiones, al invadir competencias de las Cámaras Oficiales del Libro. Y es que la tan anhelada implicación del Estado también motivó recelos por el intervencionismo estatal en la exportación de libros: un enfrentamiento que reproducía el sempiterno conflicto de intereses entre la iniciativa privada y la pública67
CONCLUSIONES
⌅El mejor vehículo y el más eficaz, para la propaganda y difusión de la cultura española en el extranjero, es la formación de bibliotecas constituidas por libros de nuestra literatura clásica y contemporánea, juntamente con obras descriptivas de nuestra geografía pintoresca y de los diversos aspectos de la historia nacional69
En 1925, el diplomático José Antonio de Sangróniz publicaba la versión definitiva del informe sobre la expansión cultural de España en el extranjero que había venido preparando desde que, en diciembre de 1923, se puso al frente de la ORCE. Con la cita que precede a estas líneas, apostaba por incluir el envío de obras y la formación de bibliotecas entre las acciones de la política exterior española en América. Siendo un firme defensor del “carácter superior” del libro español y de su “omnipotente influencia” como instrumento propagandístico, el marqués de Desio diferenciaba también la cantidad y la calidad de los títulos “en castellano” a remitir, en función de los fines a que estaban destinados. Así, mientras los libros de “cultura superior” debían ir a centros universitarios e institutos, las colecciones “de nuestros clásicos”, diccionarios y manuales de España podían conformar las bibliotecas circulantes de instituciones y sociedades culturales españolas en América Latina, en las que cabían también autores españoles contemporáneos, siempre “que no ofrezcan un panorama demasiado desolador o (…) pintoresco de nuestra patria”70
Con estos postulados imbuidos de una mirada profundamente difusionista, Sangróniz establece para la acción exterior de España un modelo claro de centro-periferia en el “área cultural” de Hispanoamérica71
Aunque el citado informe de Sangróniz estuvo ideado para orientar la labor de la ORCE, sirvió finalmente para sentar las bases programáticas sobre las que se erigió después la JRC, que también tuvo en la difusión de las publicaciones españolas uno de sus principales objetivos. Como ha revelado el estudio de la estrategia de propaganda editorial de la JRC durante el periodo de entreguerras, esta voluntad de promoción nacional y las medidas para implementarla se mantuvieron prácticamente inalterables a lo largo de los años, a pesar de desarrollarse bajo regímenes políticos tan distintos. Fueron los marcos de referencia y legitimación que sustentaban estas políticas los que sí cambiaron, basculando claramente entre las pretensiones de alcanzar una hegemonía cultural de corte neocolonialista durante la dictadura primorriverista y las esperanzas de la II República de que España se erigiese “en el polo alternativo de una política de cooperación pacifista e igualitaria con los países del otro lado del Atlántico frente a la dependencia norteamericana”73
En todo caso, hablamos siempre de políticas españolas de proteccionismo de su mercado cultural y lingüístico en América Latina, que, durante el periodo analizado, atravesaron por contextos internacionales cambiantes: de una fase expansiva de la economía mundial durante la dictadura a otra de contracción del comercio exterior en un escenario internacional de depresión económica en la II República. Todos estos condicionantes deben ser tenidos en cuenta a la hora de calibrar el alcance de unas políticas estatales de propaganda editorial que, en última instancia, no trataron tanto de favorecer el negocio de los editores españoles como de mantener y reforzar la implantación de España y su cultura en las naciones hispanohablantes de América. En este sentido, aunque la JRC nunca lideró las mejoras de los aspectos comerciales de la exportación de publicaciones, sí participó, desde un punto de vista pragmático, en las actividades —la Exposición del Libro Español en Buenos Aires— e instituciones —Instituto del Libro Español— que los Gobiernos republicanos implementaron para ayudar a libreros y editores españoles a afianzar su posición en el mercado latinoamericano.
Los problemas financieros y la inestabilidad política lastraron la actividad de la JRC, haciendo que, en muchos casos, la proyección cultural de España en América Latina se debiera más a la labor de las empresas editoras españolas que al propio Estado, que no tenía mayor presencia que una incipiente red de bibliotecas confeccionadas ad hoc, partiendo, a su vez, de tipologías a priori de lectores. A pesar de ello, contar los libros, enumerar los títulos y sondear su presencia —o ausencia— en los catálogos de estas bibliotecas no carece de valor y es una tarea aún por hacer, sobre todo si con ello de lo que se trata es de evaluar el papel de las obras y la promoción de la lectura como herramientas para aumentar la influencia nacional en el tablero geopolítico internacional. Esta es una línea de investigación de gran interés, aunque relativamente poco transitada más allá de informes oficiales y de algunos trabajos académicos reseñables centrados principalmente en las actuaciones que grandes potencias —los Estados Unidos, la URSS, el Reino Unido y Francia— desarrollaron en África, Asia y, en menor medida, América Latina durante la Guerra Fría74